Presente lo tengo yo

Historias de la vida irreal

Historias de la vida irreal
Periodismo
Junio 04, 2020 18:22 hrs.
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Armando Fuentes Aguirre ’Catón’ › guerrerohabla.com

Voy a decirlo con todas sus letras: güevones -es decir holgazanes- ha habido siempre, y en todos los países. Debe haber japoneses güevones, digo yo, y hasta alemanes. Aun en los pueblos más laboriosos ha de existir por lo menos un güevonazo. Algún menonita tiene que estar por ahí tirado a la bartola, rascándose la panza y regiones aledañas sin hacer caso de las exhortaciones de sus compañeros que lo incitan a ganarse el pan con el sudor de su frente.

Había un señor cuyos cinco hijos no completaban entre todos juntos, en toda su desgraciada vida, un turno de 8 horas de trabajo. Decía ese pobre señor en tono lamentoso:

-¡Si ya no quiero que les guste el trabajo! ¡Lo único que les pido es que le pierdan un poquito el asco!

Supe de un sujeto muy desobligado. Era hijo único de madre viuda que lo adoraba y protegía más allá de todo extremo. La pobre señora lo movía en la cama para despertarlo cuando el reloj de la catedral daba ya la una de la tarde.

-Levántate, hijito -le suplicaba con ternura-. ¡Se te va a hacer tarde para tu siesta!

Conocí a otro individuo que decía:

-Yo le doy al cuerpo lo que pida. Si me pide comida le doy comida. Si me pide bebida le doy bebida. Si me pide descanso le doy descanso. Si me pide mujer le doy mujer.

-Oye -le preguntaba alguien-. ¿Y si te pide que trabajes?

-¡Ah no! -protestaba con energía el tipo-. ¡Eso ya es mucho pedir!

En las veladas del Potrero se relata el cuento de ’El hombre más güevón del mundo’. En todo el reino -y era extenso- no había nadie más perezoso que él. Se la pasaba echado en una hamaca, y ni siquiera se movía para mecerse en ella, o para abanicarse. Era el retrato perfecto de la holgazanería.

El rey juzgó que un individuo así era pésimo ejemplo para los demás, y lo condenó a morir ahorcado. La pena era draconiana, pero había que sentar un precedente. Un piquete de jenízaros fue a apresarlo. Tendido en su catre el hombre escuchó sin turbarse calma la lectura que le hizo un alguacil de la sentencia que lo condenaba a sufrir la pena capital. Debía ir a la horca, por güevón.

No dio señales, digo, de inmutarse. Hizo, eso sí, una pregunta:

-¿Dónde está la horca?

-La levantaron ya en la plaza -le dijo el alguacil-, a una cuadra de aquí.

-Yo no camino esa distancia -dijo con voz cansina el flojonazo-. Si quieren ahorcarme tendrán que cargarme hasta allá.

Lo subieron, pues, en una parihuela, y así tendido se encaminaron con él hacia el patíbulo. Iba el tipo en la camilla como mago americano, las manos juntas por atrás deteniéndose la nuca, una pierna cruzada sobre la otra, muy campante, igual que si lo llevaran a un grato paseo. Delante de la comitiva caminaba el pregonero anunciando la causa de la muerte: el hombre sería ahorcado por güevón. Únicamente lo salvaría de la muerte aquel que ofreciera comida para la sustentación del perezoso.

-¡Yo la ofrezco! -clamó uno de los vecinos, hombre bueno y compasivo.

Fue hacia el condenado y le dijo con angustia:

-Tengo en mi casa cien kilos de maíz. ¡Te los regalo! ¡Acepta ese maíz, y salva así tu vida!

Sin voltear casi le preguntó el perezoso:

-El maíz ¿está en mazorca o desgranado?

-Está en mazorca -respondió el buen samaritano-. Tendrás que desgranarlo tú.

El grandísimo haragán se dirigió entonces a quienes lo llevaban en la parihuela y les dijo una sola palabra:

-Adelante.


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