Presente lo tengo

Cuentos de Patos

Cuentos de Patos
Periodismo
Julio 06, 2020 17:57 hrs.
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Armando Fuentes Aguirre ’Catón’ › guerrerohabla.com

Después de muchos rezos y copia de rogatavias y trisagios el milagro que la señora pedía se hizo: su marido se murió. Libre se vio la doña del estorboso impedimento de su cónyuge, que la importunaba de continuo con sus necedades y haciéndola servirlo en toda suerte de menesteres y tareas.

Murió por fin el hombre. Se le veló en su casa, pues eran aquellos los pasados tiempos en que la gente nacía, crecía y moría en su casa, no como actuales tiempos en que la gente nace en el hospital, crece aquí y allá y muere en el hospital también, generalmente antes de tiempo. Los vecinos sacaron los muebles de la sala y ahí se colocó la parafernalia mortuoria por la empresa de pompas fúnebres, que las hacía poco pomposas por falta de la debida tramoya y demás efectos necesarios. Unos raídos cortinajes de terciopelo que ya no tenía mucho, cuatro módicos cirios de medio uso o tres cuartos, un crucifijo de sospechoso metal formaban toda la escenografía. Y ahí quedó el difunto, serio serio, tendido cuan largo era y más aún.

Comenzaron a llegar los dolientes, y pronto la casa se llenó de pésames. Las mujeres se iban a los rezos; los hombres a la cocina en busca del café con tripas, que es una feroz añadidura de corriente aguardiente o de algo peor. Callaban las rezadoras, y se escuchaba sólo el rumor apagado de sus conversaciones. Cuando un nuevo doliente entraba en el salón rompían a llorar todas otra vez, como si hubiera muerto tendido –que lo había-, y volvían luego a su charloteo, que suspendían otra vez con clamores que ensordecían cada vez que llegaba otro visitante.

A la una de la mañana comenzaron a ver el reloj con disimulo quienes lo tenían -el disimulo y el reloj-, y cambiaron miradas todos entre sí. Las interpretó una de las señoras ahí presentes, y yendo hacia la viuda le preguntó solícita:

-Comadre, que dicen todos que a qué horas le va a dar el ataque, porque ya nos tenemos que ir.

Y es que era obligación profesional de las mujeres con difunto ’atacarse’, es decir, sufrir un insulto, caer en los espasmos de un síncope, soponcio, telele o patatús, póstumo homenaje que rendían al desaparecido.

Vista la hora y la conveniencia de no dilatar más el obligado rito, la viuda se dispuso convenientemente. Buscó un mullido sillón que le sirviera de eficaz acogimiento y de pronto, abriendo los brazos y levantándolos si no hacia el cielo sí hasta el techo, lanzó un ululato espeluznante, puso los ojos en blanco, o más o menos, y se desplomó como herida por un rayo. Doña Virginia Fábregas o María Tereza Montoya no lo habrían hecho mejor. Acudieron todos hacia la viuda, con cuidado de no ser alcanzados por uno de sus brazos como de molinera, que revolvía como aspas de molino, o por una de las contundentes patadas que daba al aire al convulsionarse en los espasmos que sacudían su cuerpo. Se cumplió al pie de la letra la liturgia. Mientras unos le frotaban a la viuda el cerebelo y bulbos adyacentes con alcohol, otro doliente, medio ebrio,se ganó una fría mirada de los circunstantes por haber propuesto que le aflojaran el brasier. La mujer fue volviendo poco a poco en sí, que era la nota que más le acomodaba, y quedó por fin tranquila y en sosiego, ciertamente extenuada por el considerable esfuerzo que requería aquella demostración ingente, pero con la noble satisfacción que da el deber cumplido.

Así eran los velorios de antes. Lo bueno es que el muertito –o la finadita- no los veían. O quién sabe.

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